NO pensé que te hiciera tanto daño. —¿Por... eso no lo has dicho antes? —Tu ironía... —¿Debo dar gritos de contento? —Diego, escucha... No. Diego no estaba para escuchar a nadie. Ni siquiera para ver a nadie. Diego no era, en aquel instante, el Diego que Julián Ledesma conocía. Estaba pálido. Tenía un brillo intensísimo en los ojos azules y aquella boca que siempre sonreía sardónicamente, parecía cortada en dos rayas paralelas. Dos pálidas rayas sin curvatura. Giró sobre sí y fue a situarse junto al ventanal.